domingo, 12 de octubre de 2014

AVISO



Hola a todos, hoy tengo un aviso algo serio.

Yo mismo había ido dándome cuenta de algo que, seguramente, todos hayáis notado. "Batman" me lo ha dejado muy claro, y, a pesar de que se equivoca al decirme que veo esto como una obligación, si que es cierto que no estoy escribiendo con la misma emoción de antes, ¿La razón? No estoy seguro, pero creo que tiene que ver con que, debido al poco tiempo libre que tengo, no puedo leer nada relacionado con Harry Potter (ni fics ni los propios libros) así que se me ha estado yendo la emoción de ver a los personajes reaccionado ante ciertas cosas, la emoción de ponerles en ciertas situaciones. Todo.

Y no quiero escribirlo así.

Pero no quiero dejar de escribirlo.

Eso tiene que quedaros bien clarito.

¿Que voy a hacer? Voy a tomarme un tiempo, voy a releerme los libros, a volver a leer mis fics favoritos y a volver con la fuerza con la que empecé.

Se que muchos no me vais a creer, que vais a pensar que voy a ser como los demás y que no voy a volver y todo eso. Pero quiero deciros una cosa, yo era como vosotros, un lector que se fastidiaba mucho cada vez que veía que los escritores de los fics dejaban la historia, ¿Y recordáis porque empecé? Para terminarla. Y eso es lo que voy a hacer. Aunque os moleste y decidáis no seguir leyendo.

No se cuanto tiempo será, tal vez varias semanas, o tal vez solo una. No lo se.

Siento los inconvenientes que esto cause.

PD: Si por alguna extraña razón no actualizo no me insultéis en los comentarios, porque la razón más probable a que no actualice es que haya muerto, ¿Ok?

PD2: D: 

jueves, 9 de octubre de 2014

La derrota


Todos los personajes y Harry Potter y el Prisionero de Azkaban son propiedad de J.K. Rowling

LA DERROTA

Esperar, ¡Tenemos que comer! —dijo McGonagall de pronto, y todos se dieron cuenta de que, ciertamente, estaban muertos de hambre. Habían estado demasiado metidos en la historia.

Dumbledore hizo desaparecer los sillones y, en su lugar, puso las mesas y los bancos con los que solía contar el Gran Comedor.

Los ojos de Ron se ampliaron al encontrarse de frente con una enorme bandeja llena de muslos de pollo y, sin pensárselo dos veces, se abalanzó contra la mesa. Hermione rodó los ojos ante el comportamiento del pelirrojo y se sentó junto a el. Hermione seguía dándole vueltas a los mismo, Ron y el ahora estaban saliendo, ¿No? ¿Entonces porque su relación era igual que la que tenían antes?

Ron la miró e intentó averiguar que pensaba.

—Toma —le dijo el pelirrojo tendiéndole un muslo de pollo con una enorme sonrisa—. Para ti.

Hermione alzó una ceja y, algo sorprendida, cogió el muslo que Ron le había tendido.

(NA: Este Ron... Se comporta igual que Grawp xD Como sea, incluso mi completamente heterosexual mente piensa que es un poco adorable)

Harry no tenía demasiada hambre, al igual que Sirius y James, pero la razón de Harry era muy distinta. El, que había alejado ese tema de su mente todo lo que había podido, ahora no podía dejar de pensar en aquella extraña chica que, según su hijo, iba a ser la madre de sus hijos. ¿Quien podría ser? ¿Sabría ella que iba a tener hijos con el? Harry dejó salir una pequeña carcajada, todo esto era demasiado absurdo. Dejando de lado todo lo relacionado con averiguar de quien se trataba Harry se limitó a recordar de uno en uno y con paciencia cada uno de los momentos que había pasado con ella mientras masticaba una patata frita con lentitud. La mente de Harry cambió de recuerdo de repente, mostrandole aquella noche que había pasado con Ginny en la torre de Astronomía, gritando hasta quedarse afónicos. Sonrió.

Una vez terminada la comida Dumbledore volvió a sustituir las mesas con los sillones y todos se sentaron, listos para retomar la lectura. Ginny, que iba a leer este capitulo, caminó hasta el montón de libros sin ser consciente de como los ojos de Harry seguían cada paso que daba. Harry tampoco era consciente de lo que estaba haciendo.

(NA: En fin, no se que decir. Este Harry...)

La derrota —leyó Ginny una vez tuvo el libro el la mano. Muchos se removieron en su asiento, preparándose para el capitulo.

El profesor Dumbledore mandó que los estudiantes de Gryf­findor volvieran al Gran Comedor; donde se les unieron, diez minutos después, los de Ravenclaw, Hufflepuff y Slytherin. Todos parecían confusos.

—Los demás profesores y yo tenemos que llevar a cabo un rastreo por todo el castillo —explicó el profesor Dumble­dore, mientras McGonagall y Flitwick cerraban todas las puertas del Gran Comedor—. Me temo que, por vuestra pro­pia seguridad, tendréis que pasar aquí la noche. Quiero que los prefectos monten guardia en las puertas del Gran Come­dor y dejo de encargados a los dos Premios Anuales. Comu­nicadme cualquier novedad —añadió, dirigiéndose a Percy, que se sentía inmensamente orgulloso—. Avisadme por medio de algún fantasma. —El profesor Dumbledore se detuvo an­tes de salir del Gran Comedor y añadió—: Bueno, necesita­reis...

Con un movimiento de la varita, envió volando las lar­gas mesas hacia las paredes del Gran Comedor. Con otro movimiento, el suelo quedó cubierto con cientos de mullidos sacos de dormir rojos.

—Felices sueños —dijo el profesor Dumbledore, cerran­do la puerta.

El Gran Comedor empezó a bullir de excitación. Los de Gryffindor contaban al resto del colegio lo que acababa de suceder.

—¡Todos a los sacos! —gritó Percy—. ¡Ahora mismo, se acabó la charla! ¡Apagaré las luces dentro de diez minutos!

—Vamos —dijo Ron a Hermione y a Harry. Cogieron tres sacos de dormir y se los llevaron a un rincón.

—¿Creéis que Black sigue en el castillo? —susurró Her­mione con preocupación.

—Evidentemente, Dumbledore piensa que es posible —dijo Ron.

Varios asintieron mientras muchos, incluidos Harry, Ron y Hermione, negaban con la cabeza.

—Es una suerte que haya elegido esta noche, ¿os dais cuenta? —dijo Hermione, mientras se metían vestidos en los sacos de dormir y se apoyaban en el codo para hablar—. La única noche que no estábamos en la torre...

—Supongo que con la huida no sabrá en qué día vive —dijo Ron—. No se ha dado cuenta de que es Halloween. De lo contrario, habría entrado aquí a saco.

Hermione se estremeció.

A su alrededor todos se hacían la misma pregunta:

—¿Cómo ha podido entrar?

—A lo mejor sabe cómo aparecerse —dijo un alumno de Ravenclaw que estaba cerca de ellos—. Cómo salir de la nada.

—Nadie puede aparecerse en Hogwarts —dijo Hermione rodando los ojos.

—A lo mejor se ha disfrazado —dijo uno de Hufflepuff, de quinto curso.

—¿Y eso evitaría los dementores? —preguntó Hermione resoplando.

—Podría haber entrado volando—sugirió Dean Thomas.

—Por favor, si hubiera entrado volando le habrían visto —dijo Ron.

—Hay que ver; ¿es que soy la única persona que ha leído Historia de Hogwarts? —preguntó Hermione a Harry y a Ron, perdiendo la paciencia.

—No —dijo James de pronto y todos se giraron hacia el extrañados, ¿Habría James leído Historia de Hogwarts?—. Lily también.

—¿Solo Lily? —preguntó Sirius con un gesto de queja y ahora todos le miraron extrañados a el—. Remus también.

Lily y Remus asintieron, sin avergonzarse o arrepentirse de haberlo leído.

—Casi seguro —dijo Ron—. ¿Por qué lo dices?

—Porque el castillo no está protegido sólo por muros —indicó Hermione—, sino también por todo tipo de encanta­mientos para evitar que nadie entre furtivamente. No es tan fácil aparecerse aquí. Y quisiera ver el disfraz capaz de en­gañar a los dementores. Vigilan cada una de las entradas a los terrenos del colegio. Si hubiera entrado volando, también lo habrían visto. Filch conoce todos los pasadizos secretos y estarán vigilados.

—¡Voy a apagar las luces ya! —gritó Percy—. Quiero que todo el mundo esté metido en el saco y callado.

Todas las velas se apagaron a la vez. La única luz venía de los fantasmas de color de plata, que se movían por todas partes, hablando con gravedad con los prefectos, y del techo encantado, tan cuajado de estrellas como el mismo cielo ex­terior. Entre aquello y el cuchicheo ininterrumpido de sus compañeros, Harry se sintió como durmiendo a la intempe­rie, arrullado por la brisa.

Cada hora aparecía por el salón un profesor para com­probar que todo se hallaba en orden. Hacia las tres de la ma­ñana, cuando por fin se habían quedado dormidos muchos alumnos, entró el profesor Dumbledore. Harry vio que iba buscando a Percy, que rondaba por entre los sacos de dormir amonestando a los que hablaban. Percy estaba a corta dis­tancia de Harry, Ron y Hermione, que fingieron estar dormi­dos cuando se acercaron los pasos de Dumbledore.

McGonagall suspiró, siempre era igual con esos tres, su curiosidad no tenía limites.

—¿Han encontrado algún rastro de él, profesor? —le preguntó Percy en un susurro.

—No. ¿Por aquí todo bien?

—Todo bajo control, señor.

—Bien. No vale la pena moverlos a todos ahora. He en­contrado a un guarda provisional para el agujero del retrato de Gryffindor. Mañana podrás llevarlos a todos.

—¿Y la señora gorda, señor?

—Se había escondido en un mapa de Argyllshire del se­gundo piso. Parece que se negó a dejar entrar a Black sin la contraseña, y por eso la atacó. Sigue muy consternada, pero en cuanto se tranquilice le diré al señor Filch que restaure el lienzo.

Harry oyó crujir la puerta del salón cuando volvió a abrirse, y más pasos.

—¿Señor director? —Era Snape. Harry se quedó com­pletamente inmóvil, aguzando el oído—. Hemos registrado todo el primer piso. No estaba allí. Y Filch ha examinado las mazmorras. Tampoco ha encontrado rastro de él.

—¿Y la torre de astronomía? ¿Y el aula de la profesora Trelawney? ¿Y la pajarera de las lechuzas?

—Lo hemos registrado todo...

—Muy bien, Severus. La verdad es que no creía que Black prolongara su estancia aquí.

—¿Tiene alguna idea de cómo pudo entrar; profesor? —preguntó Snape.

Harry alzó la cabeza ligeramente, para desobstruirse el otro oído.

—Muchas, Severus, pero todas igual de improbables.

Remus frunció el ceño, ¿Habría Dumbledore sospechado de el?

Harry abrió un poco los ojos y miró hacia donde se en­contraban ellos. Dumbledore estaba de espaldas a él, pero pudo ver el rostro de Percy, muy atento, y el perfil de Snape, que parecía enfadado.

—¿Se acuerda, señor director; de la conversación que tuvimos poco antes de... comenzar el curso? —preguntó Sna­pe, abriendo apenas los labios, como para que Percy no se en­terara.

—Me acuerdo, Severus —dijo Dumbledore. En su voz había como un dejo de reconvención.

—Parece... casi imposible... que Black haya podido en­trar en el colegio sin ayuda del interior. Expresé mi preocu­pación cuando usted señaló...

James miró a Snape con furia. Si todos consideraban a Sirius un asesino era imposible que Remus colaborará con el para que entrase a Hogwarts, ¡Y menos cuando, según parecía que todos pensaban, era para matar a su hijo! Aunque también cabía la posibilidad de que Remus supiese que Sirius no era un asesino y que entonces le dejara entrar, pero eso no tenía demasiado sentido. En ese caso lo habría hablado con Dumbledore. James decidió dejar de pensar en eso, todo le seguía pareciendo demasiado absurdo y, aunque estuviese pensando únicamente en casos hipotéticos, se hacía daño a si mismo cada vez que hablaba de Sirius como un asesino.

—No creo que nadie de este castillo ayudara a Black a entrar —dijo Dumbledore en un tono que dejaba bien cla­ro que daba el asunto por zanjado. Snape no contestó—. Tengo que bajar a ver a los dementores. Les dije que les in­formaría cuando hubiéramos terminado el registro.

—¿No quisieron ayudarnos, señor? —preguntó Percy.

—Sí, desde luego —respondió Dumbledore fríamente—. Pero me temo que mientras yo sea director; ningún demen­tor cruzará el umbral de este castillo.

Muchos suspiraron aliviados.

Percy se quedó un poco avergonzado. Dumbledore salió del salón con rapidez y silenciosamente. Snape aguardó allí un momento, mirando al director con una expresión de pro­fundo resentimiento. Luego también él se marchó.

Harry miró a ambos lados, a Ron y a Hermione. Tanto uno como otro tenían los ojos abiertos, reflejando el techo es­trellado.

—¿De qué hablaban? —preguntó Ron.

—Como no —dijeron Fred y George—. Ron no se entera de nada.

—Si que me había enterado —aseguró el pelirrojo—. Solo quería conocer... Eh... Su versión.

—Ya —dijo Fred rodando los ojos—. Claro.

Durante los días que siguieron, en el colegio no se habló de otra cosa que de Sirius Black. 

—Tan popular como siempre, ¿Eh, Sirius? —dijo Remus para quitarle importancia.

—Y que lo digas, ¿Quejicus estaba celosete?

—Mucho. Y créeme cuanto te digo que con mucho quiero decir muchísimo.

Las especulaciones acerca de cómo había logrado penetrar en el castillo fueron cada vez más fantásticas; Hannah Abbott, de Hufflepuff, se pasó la mayor parte de la clase de Herbología contando que Black podía transformarse en un arbusto florido.

Varios rieron.

Habían quitado de la pared el lienzo rasgado de la seño­ra gorda y lo habían reemplazado con el retrato de sir Cado­gan y su pequeño y robusto caballo gris. Esto no le hacía a nadie mucha gracia. Sir Cadogan se pasaba la mitad del tiempo retando a duelo a todo el mundo, y la otra mitad in­ventando contraseñas ridículamente complicadas que cam­biaba al menos dos veces al día.

—Está loco de remate —le dijo Seamus Finnigan a Percy, enfadado—. ¿No hay otro disponible?

—Ninguno de los demás retratos quería el trabajo —dijo Percy—. Estaban asustados por lo que le ha ocurrido a la se­ñora gorda. Sir Cadogan fue el único lo bastante valiente para ofrecerse voluntario.

Lo que menos preocupaba a Harry era sir Cadogan. Lo vigilaban muy de cerca. Los profesores buscaban disculpas para acompañarlo por los corredores, 

Los profesores no se avergonzaron, ellos estaban completamente de que había hecho lo correcto fuese o no cómodo para Harry.

y Percy Weasley (obrando, según sospechaba Harry, por instigación de su madre) le seguía los pasos por todas partes, como un perro guardián extremadamente pomposo. 

Muchos miraron a Molly, quien bajó la cabeza, algo avergonzada. Cuando volvió a alzarla se encontró de frente con la mirada agradecida de Lily y ambas se sonrieron.

Para colmo, la profesora McGo­nagall lo llamó a su despacho y lo recibió con una expresión tan sombría que Harry pensó que se había muerto alguien.

—No hay razón para que te lo ocultemos por más tiem­po, Potter —dijo muy seriamente—. Sé que esto te va a afec­tar; pero Sirius Black...

—Ya sé que va detrás de mí —dijo Harry, un poco cansa­do—. Oí al padre de Ron cuando se lo contaba a su mujer. El señor Weasley trabaja para el Ministerio de Magia.

La profesora McGonagall se sorprendió mucho. Miró a Harry durante un instante y dijo:

—Ya veo. Bien, en ese caso comprenderás por qué creo que no debes ir por las tardes a los entrenamientos de quid­ditch. Es muy arriesgado estar ahí fuera, en el campo, sin más compañía que los miembros del equipo...

—¡Que! —saltó James alterado—. ¡Sirius como mi hijo no juegue a quidditch por tu culpa te vas a enterar!

Sirius no pudo evitar sonreír levemente, si James hacía comentarios como ese era porque no creía que Sirius fuera realmente un asesino.

—¡El sábado tenemos nuestro primer partido —dijo Harry, indignado—. ¡Tengo que entrenar; profesora!

Oliver sonrió, el ya sabía que Harry había acabado pudiendo entrenar, así como también sabía que la profesora Hooch había estado supervisando los entrenamientos.

La profesora McGonagall meditó un instante. Harry sabía que ella deseaba que ganara el equipo de Gryffindor; al fin y al cabo, había sido ella la primera que había propues­to a Harry como buscador. Harry aguardó conteniendo el aliento.

—Mm... —la profesora McGonagall se puso en pie y ob­servó desde la ventana el campo de quidditch, muy poco visi­ble entre la lluvia—. Bien, te aseguro que me gustaría que por fin ganáramos la copa... De todas formas, Potter; estaría más tranquila si un profesor estuviera presente. Pediré a la señora Hooch que supervise tus sesiones de entrenamiento.

Harry no pudo evitar soltar un pequeño bufido. El se las había arreglado contra un troll, un basilisco, dementores, un dragón... ¡Y contra el mismísimo Voldemort! ¿Porque todos se empeñaban en tratarle como un juguete frágil? Aunque solo tuviese trece años...

· · ·

El tiempo empeoró conforme se acercaba el primer partido de quidditch. Impertérrito, el equipo de Gryffindor entrena­ba cada vez más, bajo la mirada de la señora Hooch. Luego, en la sesión final de entrenamiento que precedió al partido del sábado, Oliver Wood comunicó a su equipo una noticia no muy buena:

—¡No vamos a jugar contra Slytherin! —les dijo muy enfadado—. Flint acaba de venir a verme. Vamos a jugar contra Hufflepuff.

Muchos fruncieron el ceño, extrañados.

—¿Por qué? —preguntaron todos.

—La excusa de Flint es que su buscador aún tiene el brazo lesionado —dijo Wood, rechinando con furia los dien­tes—. Pero está claro el verdadero motivo: no quieren jugar con este tiempo, porque piensan que tendrán menos posibili­dades...

Varios bufaron, especialmente los Slytherin, molestos con su equipo.

Durante todo el día había soplado un ventarrón y caído un aguacero, y mientras hablaba Wood se oía retumbar a los truenos.

—¡No le pasa nada al brazo de Malfoy! —dijo Harry fu­rioso—. Está fingiendo.

—Lo sé, pero no lo podemos demostrar —dijo Wood con acritud—. Y hemos practicado todos estos movimientos su­poniendo que íbamos a jugar contra Slytherin, y en su lugar tenemos a Hufflepuff, y su estilo de juego es muy diferente. Tienen un nuevo capitán buscador; Cedric Diggory...

El estado de animo de la sala cambió de golpe ante la mención de Cedric. Harry vio como Cho tenía la cara enterrada entre sus manos y como su amiga Marietta intentaba calmarla sin conseguirlo. Algo dentro de Harry pedía a gritos que se acercara a ella, que la abrazara y le dijera unas cuantas palabras bonitas que ni él mismo creía para que dejara de llorar. Pero no lo hizo.

James y Lily no entendían a que se debía todo esto, ¿Quien era Cedric Diggory? ¿Y porque todos lucían tan deprimidos?

De repente, Angelina, Alicia y Katie soltaron una car­cajada.

Oliver, Fred y George intentaron no poner mala cara.

—¿Qué? —preguntó Wood, frunciendo la frente anta aquella actitud.

—Es ese chico alto y guapo, ¿verdad? —preguntó Ange­lina.

George gruñó levemente.

—¡Y tan fuerte y callado! —añadió Katie, y volvieron a reírse.

Oliver cerró los ojos y cogió aire, como hacia en los partidos para tranquilizarse.

—Es callado porque no es lo bastante inteligente para juntar dos palabras —dijo Fred—. 

—¡Fred! —le recriminaron Molly y Alicia al mismo tiempo.

No sé qué te preocupa, Oliver. Los de Hufflepuff son pan comido. La última vez que jugamos con ellos, Harry cogió la snitch al cabo de unos cinco minutos, ¿no os acordáis?

Los Gryffindor sonrieron con orgullo.

—¡Jugábamos en condiciones muy distintas! —gritó Wood, con los ojos muy abiertos—. Diggory ha mejorado mu­cho el equipo. ¡Es un buscador excelente! ¡Ya sospechaba que os lo tomaríais así! ¡No debemos confiarnos! ¡Hay que tener bien claro el objetivo! ¡Slytherin intenta pillarnos despreve­nidos! ¡Hay que ganar!

—Tranquilízate, Oliver —dijo Fred alarmado—. Nos to­mamos muy en serio a Hufflepuff. Muy en serio.

—Pues no lo parece —les dijo Oliver algo molesto.

El día anterior al partido, el viento se convirtió en un hura­cán y la lluvia cayó con más fuerza que nunca. Estaba tan oscuro dentro de los corredores y las aulas que se encendie­ron más antorchas y faroles. El equipo de Slytherin se daba aires, especialmente Malfoy

—¡Ah, si mi brazo estuviera mejor! —suspiraba mien­tras el viento golpeaba las ventanas.

Muchos gruñeron mientras Astoria negaba con la cabeza, algo divertida por tanta tontería.

Harry no tenía sitio en la cabeza para preocuparse por otra cosa que el partido del día siguiente. Entre clase y clase, Oliver Wood se le acercaba a toda prisa para darle consejos. La tercera vez que sucedió, Wood habló tanto que Harry se dio cuenta de pronto de que llegaba diez minutos tarde a la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, y echó a correr mientras Wood le gritaba:

—¡Diggory tiene un regate muy rápido, Harry! Tendrás que hacerle una vaselina...

Harry frenó al llegar a la puerta del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras, la abrió y entró apresuradamente.

—Lamento llegar tarde, profesor Lupin. Yo...

Pero no era Lupin quien lo miraba desde la mesa del profesor; era Snape.

Lily y James suspiraron, intuyendo la razón.

—La clase ha comenzado hace diez minutos, Potter. Así que creo que descontaremos a Gryffindor diez puntos. Sién­tate.

Pero Harry no se movió.

—¿Dónde está el profesor Lupin? —preguntó.

—No se encuentra bien para dar clase hoy —dijo Snape con una sonrisa contrahecha—. Creo que te he dicho que te sientes.

Pero Harry permaneció donde estaba.

—¿Qué le ocurre?

A Snape le brillaron sus ojos negros.

—Nada que ponga en peligro su vida —dijo como si de­seara lo contrario—. Cinco puntos menos para Gryffindor y si te tengo que volver a decir que te sientes serán cincuenta.

Los Gryffindor gruñeron y miraron a Harry amenazantes, suficientes puntos perdían ya con sus aventuras.

(NA: ¿Y la cantidad de puntos que os hace ganar con esas aventuras? ¿Y con el quidditch? ¬¬)

Harry se fue despacio hacia su sitio y se sentó. Snape miró a la clase.

—Como decía antes de que nos interrumpiera Potter, el profesor Lupin no ha dejado ninguna información acerca de los temas que habéis estudiado hasta ahora...

—Hemos estudiado los boggarts, los gorros rojos, los kappas y los grindylows —informó Hermione rápidamen­te—, y estábamos a punto de comenzar...

—Cállate —dijo Snape fríamente—. No te he pregun­tado. Sólo comentaba la falta de organización del profesor Lupin.

Los profesores y los adultos gruñeron, algo cabreados.

—Es el mejor profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras que hemos tenido —dijo Dean Thomas con atrevi­miento, y la clase expresó su conformidad con murmullos. Snape puso el gesto más amenazador que le habían visto.

—Sois fáciles de complacer. Lupin apenas os exige es­fuerzo... Yo daría por hecho que los de primer curso son ya capaces de manejarse con los gorros rojos y los grindylows. Hoy veremos...

Harry lo vio hojear el libro de texto hasta llegar al últi­mo capítulo, que debía de imaginarse que no habían visto.

—... los hombres lobo —concluyó Snape.

James abrió mucho los ojos.

—¡No! —exclamó sacando la varita—. ¡Pero como te atreves! —gritó agitando su varita con furia.

De la punta de su varita salió un potente rayo. Dumbledore lo hizo desaparecer poco antes de que se estrellara con Snape.

—¡Severus! —dijo Lily mirándole enfadada—. Estoy muy decepcionada contigo.

Y esa reacción era normal, dado que Snape estaba a punto de declarar de manera indirecta que Remus era un hombre lobo.

—Pero profesor —dijo Hermione, que parecía incapaz de contenerse—, todavía no podemos llegar a los hombres lobo. Está previsto comenzar con los hinkypunks...

—Señorita Granger —dijo Snape con voz calmada—, creía que era yo y no tú quien daba la clase. Ahora, abrid to­dos el libro por la página 394.—Miró a la clase—: Todos. Ya.

Con miradas de soslayo y un murmullo de descontento, abrieron los libros.

—¿Quién de vosotros puede decirme cómo podemos dis­tinguir entre el hombre lobo y el lobo auténtico?

Todos se quedaron en completo silencio. Todos excepto Hermione, cuya mano, como de costumbre, estaba levantada.

—¿Nadie? —preguntó Snape, sin prestar atención a Hermione. 

—Cinco puntos menos para Slytherin —dijo McGonagall de manera severa a severus. (NA: xD)

La sonrisa contrahecha había vuelto a su rostro—. ¿Es que el profesor Lupin no os ha enseñado ni siquie­ra la distinción básica entre...?

—Ya se lo hemos dicho —dijo de repente Parvati—. No hemos llegado a los hombres lobo. Estamos todavía por...

—¡Silencio! —gruñó Snape—. Bueno, bueno, bueno... Nunca creí que encontraría una clase de tercero que ni si­quiera fuera capaz de reconocer a un hombre lobo. Me encar­garé de informar al profesor Dumbledore de lo atrasados que estáis todos...

—Por favor, profesor —dijo Hermione, que seguía con la mano levantada—. El hombre lobo difiere del verdadero lobo en varios detalles: el hocico del hombre lobo...

—Es la segunda vez que hablas sin que te corresponda, señorita Granger —dijo Snape con frialdad—. Cinco puntos menos para Gryffindor por ser una sabelotodo insufrible.

—¡Y además la insulta! —exclamó Molly furiosa.

—¡Treinta puntos menos para Slyhterin! —declaró la profesora McGonagall.

Hermione se puso muy colorada, bajó la mano y miró al suelo, con los ojos llenos de lágrimas. Un indicio de hasta qué punto odiaban todos a Snape era que lo estaban fulminando con la mirada. Todos, en alguna ocasión, habían llamado sa­belotodo a Hermione, y Ron, que lo hacia por lo menos dos veces a la semana, dijo en voz alta:

—Usted nos ha hecho una pregunta y ella le ha respon­dido. ¿Por qué pregunta si no quiere que se le responda?

Hermione miró a Ron agradecida mientras Harry y todos lo hermanos Weasley miraban a Ron con orgullo.

(NA: Quiero aclarar que cuando digo "Todos los hermanos Weasley" me refiero a todos, no solo a los varones. Cuando vaya a referirme a los varones lo especificaré.)

Sus compañeros comprendieron al instante que había ido demasiado lejos.

—Te quedarás castigado, Weasley —dijo Snape con voz suave y acercando el rostro al de Ron—. Y si vuelvo a oírte criticar mi manera de dar clase, te arrepentirás.

Nadie se movió durante el resto de la clase. Siguió cada uno en su sitio, tomando notas sobre los hombres lobo del li­bro de texto, mientras Snape rondaba entré las filas de pupi­tres examinando el trabajo que habían estado haciendo con el profesor Lupin.

—Muy pobremente explicado... Esto es incorrecto... El kappa se encuentra sobre todo en Mongolia... ¿El profesor Lupin te puso un ocho? Yo no te habría puesto más de un tres.

—A nadie le importa, Snape —dijo James con furia.

Cuando el timbre sonó por fin, Snape los retuvo:

—Escribiréis una redacción de dos pergaminos sobre las maneras de reconocer y matar a un hombre lobo. Para el lu­nes por la mañana. Ya es hora de que alguien meta en cintu­ra a esta clase. Weasley, quédate, tenemos que hablar sobre tu castigo.

Harry y Hermione abandonaron el aula con los demás alumnos, que esperaron a encontrarse fuera del alcance de los oídos de Snape para estallar en críticas contra él.

—Snape nunca ha actuado así con ninguno de los otros profesores de Defensa Contra las Artes Oscuras, aunque quisiera el puesto —comentó Harry a Hermione—. ¿Por qué la tiene tomada con Lupin? ¿Será por lo del boggart?

—Nah, yo creo que es por lo de la gelatina —dijo James sonriendo con el recuerdo.

—O tal vez por lo de antes, cuando le puse escarabajos en la sopa —dijo Sirius sonriendo.

—¿Le has puesto escarabajos en la sopa? —preguntó Lily alzando una ceja.

—Eh... ¿No? —intentó escaquearse Sirius.

—Pues deberías haberlo hecho, se lo merece —dijo la pelirroja con severidad.

—No sé—dijo Hermione pensativamente—. Pero espe­ro que el profesor Lupin se recupere pronto.

Ron los alcanzó cinco minutos más tarde, muy enfadado.

—¿Sabéis lo que ese... (llamó a Snape algo que escanda­lizó a Hermione) me ha mandado? 

—¿Que le llamaste? —preguntaron muchos con curiosidad.

Ron miró de reojo a su madre, pero como esta seguía quejandose a Arthur sobre Snape supo que no iba a escucharle.

—Pues le llamé... (Ron dijo algo que escandalizó a la mayoría, incluidos James, Sirius, Fred y George).

—¿Y besas a Hermione con esa boca? —preguntó Sirius con los ojos muy abiertos y llevándose una mano a la boca.

Ambos enrojecieron al instante.

Tengo que lavar los orina­les de la enfermería. ¡Sin magia! —dijo con la respiración alterada. Tenía los puños fuertemente cerrados—. ¿Por qué no podía haberse ocultado Black en el despacho de Snape, eh? ¡Podía haber acabado con él!

—¡Ya te vale, Sirius! ¡Mira que no haber hecho eso! —dijo Tonks negando con la cabeza varias veces.

Al día siguiente, Harry se despertó muy temprano. Tan tem­prano que todavía estaba oscuro. Por un instante creyó que lo había despertado el ruido del viento. Luego sintió una brisa fría en la nuca y se incorporó en la cama. Peeves flotaba a su lado, soplándole en la oreja.

Lily gruñó, molesta con el poltergeist por despertar a su hijo.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Harry enfadado.

Peeves hinchó los carrillos, sopló muy fuerte y salió del dormitorio hacia atrás, a toda prisa, riéndose.

Harry tanteó en busca de su despertador y lo miró: eran las cuatro y media. Echando pestes de Peeves, se dio la vuelta y procuró volver a dormirse. Pero una vez despierto fue difícil olvidar el ruido de los truenos que retumbaban por encima de su cabeza, los embates del viento contra los muros del castillo y el lejano crujir de los árboles en el bosque prohibido. Unas horas después se hallaría allí fuera, en el campo de quidditch, batallando en medio del temporal. Finalmente, renunció a su propósito de volver a dormirse, se levantó, se vistió, cogió su Nimbus 2.000 y salió silenciosamente del dormitorio.

Cuando Harry abrió la puerta, algo le rozó la pierna. Se agachó con el tiempo justo de coger a Crookshanks por el ex­tremo de la cola peluda y sacarlo a rastras.

—¿Sabes? Creo que Ron tiene razón sobre ti —le dijo Harry receloso—. Hay muchos ratones por aquí. Ve a cazarlos. Vamos —añadió, echando a Crookshanks con el pie, para que bajara por la escalera de caracol—. Deja en paz a Scabbers.

Harry bajó la cabeza, si tan solo Crookshanks se hubiera comido a Scabbers... Voldemort no habría vuelto, Cedric seguiría vivo y, aunque Sirius no podría demostrar su inocencia, ¿Acaso habría podido demostrarla si no fuera por estos libros?

El ruido de la tormenta era más fuerte en la sala común. Harry tenía demasiada experiencia para creer que se cance­laría el partido. Los partidos de quidditch no se cancelaban por nimiedades como una tormenta. Sin embargo, empezaba a preocuparse. Wood le había indicado quién era Cedric Dig­gory en el corredor; Diggory estaba en quinto y era mucho mayor que Harry. Los buscadores solían ser ligeros y veloces, pero el peso de Diggory sería una ventaja con aquel tiempo, porque tendría muchas menos posibilidades de que el viento le desviara el rumbo.

Harry pasó ante la chimenea las horas que quedaban hasta el amanecer. De vez en cuando se levantaba para evi­tar que Crookshanks volviera a escabullirse por la escalera que llevaba al dormitorio de los chicos. Al cabo de un tiempo le pareció a Harry que ya era la hora del desayuno y se diri­gió él solo hacia el retrato.

—¡En guardia, malandrín! —lo retó sir Cadogan.

—«Cállate ya» contestó Harry, bostezando.

Se reanimó algo tomando un plato grande de gachas de avena y cuando ya había empezado con las tostadas, apare­ció el resto del equipo.

—Va a ser difícil —dijo Wood, sin probar bocado.

Katie negó con la cabeza, Oliver siempre obligaba a comer a los demás pero el siempre se quedaba sin probar bocado...

—Deja de preocuparte, Oliver —lo tranquilizó Alicia—. No nos asustamos por un poquito de lluvia.

Pero era bastante más que un poquito de lluvia. El quid­ditch era tan popular que todo el colegio salió a ver el parti­do, como de costumbre. Corrían por el césped hasta el campo de quidditch, con la cabeza agachada contra el feroz viento que arrancaba los paraguas de las manos. Poco antes de en­trar en el vestuario, Harry vio a Malfoy, a Crabbe y a Goyle camino del campo de quidditch; cubiertos por un enorme pa­raguas, lo señalaban y se reían.

Varios bufaron molestos.

Los miembros del equipo se pusieron la túnica escarlata y aguardaron la habitual arenga de Wood, pero ésta no se produjo. Wood intentó varias veces hablarles, tragó saliva con un ruido extraño, cabeceó desesperanzado y les indicó por señas que lo siguieran.

El viento era tan fuerte que se tambalearon al entrar en el campo. A causa del retumbar de los truenos, no podían saber si la multitud los aclamaba. 

—Lo hacíamos —declaró Ron y los Gryffindor asintieron.

La lluvia rociaba los cristales de las gafas de Harry ¿Cómo demonios iba a ver la snitch en aquellas condiciones?

Los de Hufflepuff se aproximaron desde el otro extremo del campo, con la túnica amarillo canario. Los capitanes de ambos equipos se acercaron y se estrecharon la mano. Dig­gory sonrió a Wood, pero Wood parecía tener ahora la man­díbula encajada y se limitó a hacer un gesto con la cabeza. Harry vio que la boca de la señora Hooch articulaba:

—Montad en las escobas.

Harry sacó del barro el pie derecho y pasó la pierna por encima de la Nimbus 2.000. La señora Hooch se llevó el silbato a los labios y dio un pitido que sonó distante y estriden­te... Dio comienzo el partido.

Harry se elevó rápidamente, pero la Nimbus 2.000 osci­laba a causa del viento. La sostuvo tan firmemente como pudo y dio media vuelta de cara a la lluvia, con los ojos entor­nados.

Al cabo de cinco minutos, Harry estaba calado hasta los huesos y helado de frío. Apenas podía ver a sus compañeros de equipo y menos aún la pequeña snitch. Atravesó el cam­po de un lado a otro, adelantando bultos rojos y amarillos, sin idea de lo que sucedía. El viento no le permitía oír los co­mentarios. La multitud estaba oculta bajo un mar de capas y de paraguas maltrechos. En dos ocasiones estuvo a punto de ser derribado por una bludger. Su visión estaba tan limitada por el agua de las gafas que no las vio acercarse.

Muchos tragaron saliva algo preocupados.

Perdió la noción del tiempo. Era cada vez más difícil su­jetar la escoba con firmeza. El cielo se oscureció, como si hu­biera llegado la noche en plena mañana. Dos veces estuvo a punto de chocar contra otro jugador; que no sabía si era de su equipo o del oponente. Todos estaban ahora tan calados, y la lluvia era tan densa, que apenas podía distinguirlos...

Con el primer relámpago llegó el pitido del silbato de la señora Hooch. Harry sólo pudo ver a través de la densa llu­via la silueta de Wood, que le indicaba por señas que descen­diera. Todo el equipo aterrizó en el barro, salpicando.

—¡He pedido tiempo muerto! —gritó a sus jugadores—. Venid aquí debajo.

Se apiñaron en el borde del campo, debajo de un enor­me paraguas. Harry se quitó las gafas y se las limpió con la túnica.

—¿Cuál es la puntuación?

—Cincuenta puntos a nuestro favor. Pero si no atrapa­mos la snitch, seguiremos jugando hasta la noche.

—Con esto me resulta imposible —respondió Harry, blan­diendo las gafas.

En ese instante apareció Hermione a su lado. Se tapaba la cabeza con la capa e, inexplicablemente, estaba sonriendo.

—¡Tengo una idea, Harry! ¡Dame tus gafas, rápido!

Se las entregó, y ante la mirada de sorpresa del equipo, golpeó las gafas con su varita y dijo:

—Impervius. —Y se las devolvió a Harry diciendo—: Ahí las tienes: ¡repelerán el agua!

—¡Genial! —exclamaron muchos.

—¿Te suena de algo, Cornamenta? —preguntó Sirius con una sonrisa ladeada.

Y es que hacía años, cuando James y Lily cursaban su sexto año, había ocurrido algo muy similar. James se declaraba a Lily diariamente y de mil formas diferentes, pero esta siempre le rechazaba. Siempre. Y un día, durante un partido de quidditch tan lluvioso como el que aparecía en el libro, Lily caminó hasta James y realizó el hechizo. Obviamente lo hizo con esa personalidad de "Lo hago por Gryffindor, no por ti. Por mi como si te mueres. Espera, mejor si te mueres. Muérete" pero eso no cambió la mirada de James, que ya se había hecho a idea de que Lily estaba perdidamente enamorada de él. Y por raro que parezca, no estaba demasiado lejos de la realidad.

Wood la hubiera besado:

Ron gruñó, algo molesto. Katie puso morritos y se cruzo de brazos, algo molesta también.

—¡Magnífico! —exclamó emocionado, mientras ella se alejaba—. ¡De acuerdo, vamos a ello!

El hechizo de Hermione funcionó. Harry seguía entume­cido por el frío y más empapado que nunca en su vida, pero podía ver. Lleno de una renovada energía, aceleró la escoba a través del aire turbulento buscando en todas direcciones la snitch, esquivando una bludger; pasando por debajo de Dig­gory, que volaba en dirección contraria...

Brilló otro rayo, seguido por el retumbar de un trueno. La cosa se ponía cada vez más peligrosa. Harry tenía que atrapar la snitch cuanto antes...

Se volvió, intentando regresar hacia la mitad del campo, pero en ese momento otro relámpago iluminó las gradas y Harry vio algo que lo distrajo completamente: la silueta de un enorme y lanudo perro negro, claramente perfilada con­tra el cielo, inmóvil en la parte superior y más vacía de las gradas.

Algunos gimieron y Lily, quien no creía en la adivinación, estaba más preocupada que nadie.

Las manos entumecidas le resbalaron por el palo de la escoba y la Nimbus descendió varios metros. Retirándose de los ojos el flequillo empapado, volvió a mirar hacia las gra­das: el perro había desaparecido.

—¡Harry! —gritó Wood angustiado, desde los postes de Gryffindor—. ¡Harry, detrás de ti!

Harry miró hacia atrás con los ojos abiertos de par en par. Cedric Diggory atravesaba el campo a toda velocidad, y entre ellos, en el aire cuajado de lluvia, brillaba una diminu­ta bola dorada...

—¡Vamos! —le animaron muchos.

Con un sobresalto, Harry pegó el cuerpo al palo de la es­coba y se lanzó hacia la snitch como una bala.

—¡Vamos! —gritó a la Nimbus, al mismo tiempo que la lluvia le azotaba la cara—. ¡Más rápido!

Pero algo extraño pasaba. Un inquietante silencio caía sobre el estadio. Ya no se oía el viento, aunque soplaba tan fuerte como antes. Era como si alguien hubiera quitado el sonido, o como si Harry se hubiera vuelto sordo de repente. ¿Qué sucedía?

Varios tragaron saliva, preocupados.

Y entonces le penetró en el cuerpo una ola de frío horri­ble y ya conocida, exactamente en el momento en que veía algo que se movía por el campo, debajo de él. Antes de que pudiera pensar, Harry había apartado la vista de la snitch y había mirado hacia abajo. Abajo había al menos cien demen­tores, con el rostro tapado, y todos señalándole. 

—¿Que? —exclamaron muchos al borde de la histeria.

Fue como si le subiera agua helada por el pecho y le cortara por dentro. Y entonces volvió a oírlo... Alguien gritaba dentro de su ca­beza..., una mujer...

Harry cerró los ojos con fuerza.

Ginny tragó saliva y respiró hondo un par de veces antes de leer lo siguiente.

—A Harry no. A Harry no. A Harry no, por favor.

—Apártate, estúpida... apártate...

—A Harry no. Te lo ruego, no. Cógeme a mí. Mátame a mí en su lugar...

La mandíbula de James temblaba con violencia. Tenía los ojos cerrados con tanta fuerza que se hacía daño.

Nadie sabía que decir y Ginny, intentando evitar que se alargase demasiado esta situación, siguió leyendo.

A Harry se le había enturbiado el cerebro con una espe­cie de niebla blanca. ¿Qué hacía? ¿Por qué montaba una escoba voladora? Tenía que ayudarla. La mujer iba a morir; la iban a matar...

A Ginny le costaba seguir leyendo. Pero tenía que hacerlo.

Harry caía, caía entre la niebla helada.

—A Harry no, por favor. Ten piedad, te lo ruego, ten piedad...

Alguien de voz estridente estalló en carcajadas. La mujer gritaba y Harry no se enteró de nada más.

Lily cerró los ojos imaginando lo que le había ocurrido a su hijo.

—Ha tenido suerte de que el terreno estuviera blando.

—Creí que se había matado.

—¡Pero si ni siquiera se ha roto las gafas!

Harry oía las voces, pero no encontraba sentido a lo que decían. No tenía ni idea de dónde se hallaba, ni de por qué se encontraba en aquel lugar; ni de qué hacia antes de aquel momento. Lo único que sabía era que le dolía cada centíme­tro del cuerpo como si le hubieran dado una paliza.

—Es lo más pavoroso que he visto en mi vida.

Horrible... Lo más pavoroso... Figuras negras con capu­cha... Frío... Gritos...

Harry abrió los ojos de repente. Estaba en la enferme­ría. El equipo de quidditch de Gryffindor, lleno de barro, ro­deaba la cama. Ron y Hermione estaban allí también y parecían haber salido de la ducha.

—¡Harry! —exclamó Fred, que parecía exageradamente pálido bajo el barro—. ¿Cómo te encuentras?

La memoria de Harry fue recuperando los acontecimien­tos por orden: el relámpago..., el Grim..., la snitch..., y los dementores.

—¿Qué sucedió? —dijo incorporándose en la cama, tan de repente que los demás ahogaron un grito.

—Te caíste —explicó Fred—. Debieron de ser... ¿cuán­tos? ¿Veinte metros?

Muchos pusieron muecas de dolor al imaginarlo (o al recordarlo, los que habían estado allí).

—Creímos que te habías matado —dijo Alicia, tem­blando.

Hermione dio un gritito. Tenía los ojos rojos.

—Pero el partido —preguntó Harry—, ¿cómo acabó? ¿Se repetirá?

Nadie respondió. La horrible verdad cayó sobre Harry como una losa.

—¿No habremos... perdido?

—Diggory atrapó la snitch —respondió George— poco después de que te cayeras. No se dio cuenta de lo que pasaba. Cuando miró hacia atrás y te vio en el suelo, quiso que se anulara. Quería que se repitiera el partido. Pero ganaron limpiamente. Incluso Wood lo ha admitido.

Harry no pudo evitar sonreír tristemente, Cedric era un buen chico.

—¿Dónde está Wood? —preguntó Harry de repente, no­tando que no estaba allí.

—Sigue en las duchas —dijo Fred—. Parece que quiere ahogarse.

—No te echo la culpa de nada, Harry —aclaró Oliver rápidamente.

Harry acercó la cara a las rodillas y se cogió el pelo con las manos. Fred le puso la mano en el hombro y lo zarandeó bruscamente.

—Vamos, Harry, es la primera vez que no atrapas la snitch.

—Tenía que ocurrir alguna vez —dijo George.

—Todavía no ha terminado —dijo Fred—. Hemos perdi­do por cien puntos, ¿no? Si Hufflepuff pierde ante Raven­claw y nosotros ganamos a Ravenclaw, y Slytherin...

—Hufflepuff tendrá que perder al menos por doscientos puntos —dijo George.

—Pero si ganan a Ravenclaw...

—Eso no puede ser. Los de Ravenclaw son muy buenos.

—Pero si Slytherin pierde frente a Hufflepuff..

—Todo depende de los puntos... Un margen de cien, en cualquier caso...

Harry guardaba silencio. Habían perdido. Por primera vez en su vida, había perdido un partido de quidditch.

Después de unos diez minutos, la señora Pomfrey llegó para mandarles que lo dejaran descansar.

—Luego vendremos a verte —le dijo Fred—. No te tor­tures, Harry. Sigues siendo el mejor buscador que hemos tenido.

Harry les sonrió a los gemelos.

El equipo salió en tropel, dejando el suelo manchado de barro. La señora Pomfrey cerró la puerta detrás del último, con cara de mal humor. Ron y Hermione se acercaron un poco más a la cama de Harry.

—Dumbledore estaba muy enfadado —dijo Hermione con voz temblorosa—. Nunca lo había visto así. Corrió al campo mientras tú caías, agitó la varita mágica y entonces se redujo la velocidad de tu caída. Luego apuntó a los demen­tores con la varita y les arrojó algo plateado. Abandonaron inmediatamente el estadio... Le puso furioso que hubieran entrado en el campo... lo oímos...

—Entonces te puso en una camilla por arte de magia —explicó Ron—. Y te llevó al colegio flotando en la camilla. Todos pensaron que estabas...

Muchos tragaron saliva.

Su voz se apagó, pero Harry apenas se dio cuenta. Pen­saba en lo que le habían hecho los dementores, en la voz que suplicaba. Alzó los ojos y vio a Hermione y a Ron tan preocu­pados que rápidamente buscó algo que decir.

—¿Recogió alguien la Nimbus?

Harry sonrió con tristeza.

Ron y Hermione se miraron.

—Eh...

—¿Qué pasa? —preguntó Harry.

—Bueno, cuando te caíste... se la llevó el viento —dijo Hermione con voz vacilante.

—¿Y?

—Y chocó... chocó... contra el sauce boxeador.

James puso una mueca de dolor.

Harry sintió un pinchazo en el estómago. El sauce bo­xeador era un sauce muy violento que estaba solo en mitad del terreno del colegio.

—¿Y? —preguntó, temiendo la respuesta.

—Bueno, ya sabes que al sauce boxeador —dijo Ron— no le gusta que lo golpeen.

—El profesor Flitwick la trajo poco antes de que recupe­raras el conocimiento —explicó Hermione en voz muy baja.

Se agachó muy despacio para coger una bolsa que había a sus pies, le dio la vuelta y puso sobre la cama una docena de astillas de madera y ramitas, lo que quedaba de la fiel y finalmente abatida escoba de Harry.


Muchos miraron a Harry con algo de lastima. Y Harry, aunque le tenía mucho aprecio a su Nimbus 2000 sabía que gracias a eso ahora tenía una Saeta de Fuego.

—Aquí acaba —dijo Ginny con alivio.

—Yo leeré —dijo Susan Bones caminando hasta Ginny—. El mapa del merodeador.

lunes, 6 de octubre de 2014

La huida de la señora gorda


Todos los personajes y el libro original pertenecen a J.K. Rowling.

LA HUIDA DE LA SEÑORA GORDA


La huida de la señora gorda —leyó Augusta con el ceño fruncido.

En muy poco tiempo, la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras se convirtió en la favorita de la mayoría. 


Muchos asintieron mientras Remus sonreía con satisfacción.

Sólo Draco Malfoy y su banda de Slytherin criticaban al profesor Lupin:

—Mira cómo lleva la túnica —solía decir Malfoy murmu­rando alto cuando pasaba el profesor—. Viste como nuestro antiguo elfo doméstico.

—Dobby ahora lleva calcetines —anunció el elfo alegremente señalándose los pies.

Pero a nadie más le interesaba que la túnica del profe­sor Lupin estuviera remendada y raída. Sus siguientes cla­ses fueron tan interesantes como la primera. Después de los boggarts estudiaron a los gorros rojos, unas criaturas peque­ñas y desagradables, parecidas a los duendes, que se escon­dían en cualquier sitio en el que hubiera habido derrama­miento de sangre, en las mazmorras de los castillos, en los agujeros de las bombas de los campos de batalla, para dar una paliza a los que se extraviaban. De los gorros rojos pasa­ron a los kappas, unos repugnantes moradores del agua que parecían monos con escamas y con dedos palmeados, y que disfrutaban estrangulando a los que ignorantes que cruza­ban sus estanques.

Harry habría querido que sus otras clases fueran igual de entretenidas. La peor de todas era Pociones. Snape esta­ba aquellos días especialmente propenso a la revancha y to­dos sabían por qué. La historia del boggart que había adoptado la forma de Snape y el modo en que lo había de­jado Neville, con el atuendo de su abuela, se había exten­dido por todo el colegio. 

Muchos volvieron a reír con el recuerdo.

Snape no lo encontraba divertido. A la primera mención del profesor Lupin, aparecía en sus ojos una expresión amenazadora. A Neville lo acosaba más que nunca.

—¿Que culpa tiene el de que seas tu lo que más miedo le de? —exclamó Frank molesto.

—¿Y que culpa tiene el de que no te quede bien mi ropa? —resopló Augusta.

Snape no dijo nada.

Harry también aborrecía las horas que pasaba en la agobiante sala de la torre norte de la profesora Trelawney, descifrando símbolos y formas confusas, procurando olvidar que los ojos de la profesora Trelawney se llenaban de lágri­mas cada vez que lo miraba. 

Hermione y Lily bufaron.

No le podía gustar la profesora Trelawney, por más que unos cuantos de la clase la trataran con un respeto que rayaba en la reverencia. Parvati Patil y Lavender Brown habían adoptado la costumbre de rondar la sala de la torre de la profesora Trelawney a la hora de la co­mida, y siempre regresaban con un aire de superioridad que resultaba enojoso, como si supieran cosas que los demás ig­noraban. Habían comenzado a hablarle a Harry en susurros, como si se encontrara en su lecho de muerte.

A nadie le gustaba realmente la asignatura sobre Cui­dado de Criaturas Mágicas, que después de la primera clase tan movida se había convertido en algo extremadamente aburrido. Hagrid había perdido la confianza. Ahora pasaban lección tras lección aprendiendo a cuidar a los gusarajos, que tenían que contarse entre las más aburridas criaturas del universo.

Hagrid suspiró, se había pasado muchísimo tiempo preparando clases geniales pero después de lo de Buckbeak y Malfoy no había podido hacer nada que tuviese un mínimo de riesgo.

—¿Por qué alguien se preocuparía de cuidarlos? —pre­guntó Ron tras pasar otra hora embutiendo las viscosas gar­gantas de los gusarajos con lechuga cortada en tiras.

A comienzos de octubre, sin embargo, hubo otra cosa que mantuvo ocupado a Harry, algo tan divertido que compen­saba la insatisfacción de algunas clases. 

James sonrió, sabiendo que se trataba de quidditch.

Se aproximaba la temporada de quidditch y Oliver Wood, capitán del equipo de Gryffindor; convocó una reunión un jueves por la tarde para discutir las tácticas de la nueva temporada.

En un equipo de quidditch había siete personas: tres ca­zadores, cuya función era marcar goles metiendo el quaffle (un balón como el de fútbol, rojo) por uno de los aros que ha­bía en cada lado del campo, a una altura de quince metros; dos golpeadores equipados con fuertes bates para repeler las bludgers (dos pesadas pelotas negras que circulaban muy aprisa, zumbando de un lado para otro, intentando derribar a los jugadores); un guardián que defendía los postes sobre los que estaban los aros; y el buscador; que tenía el trabajo más difícil de todos, atrapar la dorada snitch, una pelota pe­queña con alas, del tamaño de una nuez, cuya captura daba por finalizado el juego y otorgaba ciento cincuenta puntos al equipo del buscador que la hubiera atrapado.

Oliver Wood era un fornido muchacho de diecisiete años que cursaba su séptimo y último curso. Había cierto tono de desesperación en su voz mientras se dirigía a sus compañe­ros de equipo en los fríos vestuarios del campo de quidditch que se iba quedando a oscuras.

Olvier sonrió con ganas. Había estado muy estresado a cuenta de que quería marcharse de Hogwarts habiendo ganado la copa, pero había merecido la pena, habían ganado.

—Es nuestra última oportunidad..., mi última oportuni­dad... de ganar la copa de quidditch —les dijo, paseándose con paso firme delante de ellos—. Me marcharé al final de este curso, no volveré a tener otra oportunidad. Gryffindor no ha ganado ni una vez en los últimos siete años. De acuer­do, hemos tenido una suerte horrible: heridos..., cancelación del torneo el curso pasado... —Wood tragó saliva, como si el recuerdo aún le pusiera un nudo en la garganta—. Pero tam­bién sabemos que contamos con el mejor... equipo... de este... colegio —añadió, golpeándose la palma de una mano con el puño de la otra y con el conocido brillo frenético en los ojos—. Contamos con tres cazadoras estupendas. —Wood señaló a Alicia Spinnet, Angelina Johnson y Katie Bell—. Tenemos dos golpeadores invencibles.

—Déjalo ya, Oliver; nos estás sacando los colores —dije­ron Fred y George a la vez, haciendo como que se sonrojaban.

—¡Y tenemos un buscador que nos ha hecho ganar todos los partidos! —dijo Wood, con voz retumbante y mirando a Harry con orgullo incontenible—. 

Los Gryffindor sonrieron con orgullo.

Y estoy yo —añadió.

—Nosotros creemos que tú también eres muy bueno —dijo George.

—Un guardián muy chachi —confirmó Fred.

—¿Chachi? —preguntó Ron alzando una ceja.

—Si, chachi —dijeron los gemelos simplemente.

—La cuestión es —continuó Wood, reanudando los pa­seos— que la copa de quidditch debiera de haber llevado nuestro nombre estos dos últimos años. Desde que Harry se unió al equipo, he pensado que la cosa estaba chupada. Pero no lo hemos conseguido y este curso es la última oportuni­dad que tendremos para ver nuestro nombre grabado en ella...

Wood hablaba con tal desaliento que incluso a Fred y a George les dio pena.

—Oliver, éste será nuestro año —aseguró Fred.

—Lo conseguiremos, Oliver —dijo Angelina.

—Por supuesto —corroboró Harry.

—¿Y ganasteis? —preguntaron Lily y James muertos de curiosidad.

Harry se encogió de hombros y nadie dijo nada.

Con la moral alta, el equipo comenzó las sesiones de en­trenamiento, tres tardes a la semana. El tiempo se enfriaba y se hacía más húmedo, las noches más oscuras, pero no ha­bía barro, viento ni lluvia que pudieran empañar la ilusión de ganar por fin la enorme copa de plata.

Los Gryffindor volvieron a sonreir, satisfechos con el comportamiento de su equipo.

Una tarde, después del entrenamiento, Harry regresó a la sala común de Gryffindor con frío y entumecido, pero con­tento por la manera en que se había desarrollado el entrena­miento, y encontró la sala muy animada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó a Ron y Hermione, que estaban sentados al lado del fuego, en dos de las mejores si­llas, terminando unos mapas del cielo para la clase de Astro­nomía.

—Primer fin de semana en Hogsmeade —le dijo Ron, se­ñalando una nota que había aparecido en el viejo tablón de anuncios—. Finales de octubre. Halloween.

Lily y James sonrieron con tristeza, su hijo no iba a poder ir a Hogsmeade.

—Estupendo —dijo Fred, que había seguido a Harry por el agujero del retrato—. Tengo que ir a la tienda de Zonko: casi no me quedan bombas fétidas.

Harry se dejó caer en una silla, al lado de Ron, y la ale­gría lo abandonó. Hermione comprendió lo que le pasaba.

—Harry, estoy segura de que podrás ir la próxima vez —le consoló—. Van a atrapar a Black enseguida. Ya lo han visto una vez.

—Black no está tan loco como para intentar nada en Hogsmeade. Pregúntale a McGonagall si puedes ir ahora, Harry. Pueden pasar años hasta la próxima ocasión.

Hermione miró a Ron de mala manera.

—¿Que Black no está tan loco como para intentar nada en Hogsmeade? —preguntó alzando una ceja—. Dime, Ron, ¿Donde acabó intentando algo?

Ron desvió la mirada de Hermione, algo incomodo, pues sabía que Sirius había entrado a la mismísima sala común de Gryffindor.

—¡Ron! —dijo Hermione—. Harry tiene que permane­cer en el colegio...

—No puede ser el único de tercero que no vaya. Vamos, Harry, pregúntale a McGonagall...

—Sí, lo haré —dijo Harry, decidiéndose.

Muchos sonrieron con tristeza, sabiendo que McGonagall no iba  a darle permiso.

Hermione abrió la boca para sostener la opinión contra­ria, pero en ese momento Crookshanks saltó con presteza a su regazo.

Una araña muerta y grande le colgaba de la boca.

—¿Tiene que comerse eso aquí delante? —preguntó Ron frunciendo el entrecejo.

—Bravo, Crookshanks, ¿la has atrapado tú solito? —dijo Hermione.

Crookshanks masticó y tragó despacio la araña, con los ojos insolentemente fijos en Ron.

—No lo sueltes —pidió Ron irritado, volviendo a su mapa del cielo—. Scabbers está durmiendo en mi mochila.

Harry bostezó. Le apetecía acostarse, pero antes tenía que terminar su mapa. Cogió la mochila, sacó pergamino, pluma y tinta, y empezó a trabajar.

—Si quieres, puedes copiar el mío —le dijo Ron, ponien­do nombre a su última estrella con un ringorrango y acer­cándole el mapa a Harry.

—¿Ves, Hermione? —preguntó Harry—. Eso es ser un buen amigo.

Ella bufó.

—¿Pero así como vais a aprender? —preguntaron Hermione y Lily a la vez. Y ambas, emocionadas por haber coincidido, se sonrieron olvidando que tenían que esperar una respuesta.

Hermione, que no veía con buenos ojos que se copiara, apretó los labios, pero no dijo nada. Crookshanks seguía mi­rando a Ron sin pestañear; sacudiendo el extremo de su pe­luda cola. Luego, sin previo aviso, dio un salto.

—¡EH! —gritó Ron, apoderándose de la mochila, al mis­mo tiempo que Crookshanks clavaba profundamente en ella sus garras y comenzaba a rasgarla con fiereza—. ¡SUELTA, ESTÚPIDO ANIMAIAL!

Ron intentó arrebatar la mochila a Crookshanks, pero el gato siguió aferrándola con sus garras, bufando y ras­gándola.

—¡No le hagas daño, Ron! —gritó Hermione. Todos los miraban. Ron dio vueltas a la mochila, con Crookshanks agarrado todavía a ella, y Scabbers salió dando un salto...

—¡SUJETAD A ESE GATO! —gritó Ron en el momento en que Crookshanks soltaba los restos de la mochila, saltaba sobre la mesa y perseguía a la aterrorizada Scabbers.

—¿Que tiene ese gato con tu rata? —preguntó Lily extrañada.

Nadie dijo nada.

George Weasley se lanzó sobre Crookshanks, pero no lo atrapó; Scabbers pasó como un rayo entre veinte pares de piernas y se fue a ocultar bajo una vieja cómoda. Crooks­hanks patinó y frenó, se agachó y se puso a dar zarpazos con una pata delantera.

Ron y Hermione se apresuraron a echarse sobre él. Her­mione cogió a Crookshanks por el lomo y lo levantó. Ron se tendió en el suelo y sacó a Scabbers con alguna dificultad, ti­rando de la cola.

—¡Mírala! —le dijo a Hermione hecho una furia, ponién­dole a Scabbers delante de los ojos—. ¡Está en los huesos! Mantén a ese gato lejos de ella.

—¡Crookshanks no sabe lo que hace! —dijo la joven con voz temblorosa—. ¡Todos los gatos persiguen a las ratas, Ron!

—¡Hay algo extraño en ese animal! —dijo Ron, que in­tentaba persuadir a la frenética Scabbers de que volviera a meterse en su bolsillo—. Me oyó decir que Scabbers estaba en la mochila.

Ron bufó, con el que había algo raro era con Scabbers.

—Vaya, qué tontería —dijo Hermione, hartándose—. Lo que pasa es que Crookshanks la olió. ¿Cómo si no crees que...?

—¡Ese gato la ha tomado con Scabbers! —dijo Ron, sin reparar en cuantos había a su alrededor; que empezaban a reírse—. Y Scabbers estaba aquí primero. Y está enferma.

Ron se marchó enfadado, subiendo por las escaleras ha­cia los dormitorios de los chicos.



Al día siguiente, Ron seguía enfadado con Hermione. Ape­nas habló con ella durante la clase de Herbología, aunque Harry, Hermione y él trabajaban juntos con la misma Vaini­lla de viento.

—¿Cómo está Scabbers? —le preguntó Hermione aco­bardada, mientras arrancaban a la planta unas vainas grue­sas y rosáceas, y vaciaban las brillantes habas en un balde de madera.

—Está escondida debajo de mi cama, sin dejar de tem­blar —dijo Ron malhumorado, errando la puntería y derra­mando las habas por el suelo del invernadero.

—¡Cuidado, Weasley, cuidado! —gritó la profesora Sprout, al ver que las habas retoñaban ante sus ojos.

Luego tuvieron Transformaciones. Harry, que estaba re­suelto a pedirle después de clase a la profesora McGonagall que le dejara ir a Hogsmeade con los demás, se puso en la cola que había en la puerta, pensando en cómo convencerla. 

La profesora sonrió levemente, sabiendo que no iba a dejarle lo dijera como lo dijera.

Lo distrajo un alboroto producido al principio de la hilera. Lavender Brown estaba llorando. Parvati la rodeaba con el brazo y explicaba algo a Seamus Finnigan y a Dean Thomas, que escuchaban muy serios.

—¿Qué ocurre, Lavender? —preguntó preocupada Her­mione, cuando ella, Harry y Ron se acercaron al grupo.

—Esta mañana ha recibido una carta de casa —susu­rró Parvati—. Se trata de su conejo Binky. Un zorro lo ha matado.

—¡Vaya! —dijo Hermione—. Lo siento, Lavender.

—¡Tendría que habérmelo imaginado! —dijo Lavender en tono trágico—. ¿Sabéis qué día es hoy?

—Eh...

—¡16 de octubre! ¡«Eso que temes ocurrirá el viernes 16 de octubre»! ¿Os acordáis? ¡Tenía razón!

—Espera, espera, espera —dijo Lily frunciendo el ceño mientras miraba a la chica a la que miraba todo el mundo, que por lógica debía ser Lavender—. ¿Tu temías que un zorro matara a tu conejo?

—Mama, Hermione ya preguntó eso en su día, deja que la abuela siga leyendo —dijo Harry.

Toda la clase se acababa de reunir alrededor de Laven­der. Seamus cabeceó con pesadumbre. Hermione titubeó. Luego dijo:

—Tú, tú... ¿temías que un zorro matara a Binky?

—Bueno, no necesariamente un zorro —dijo Lavender; alzando la mirada hacia Hermione y con los ojos llenos de lá­grimas—. Pero tenía miedo de que muriera.

—Vaya —dijo Hermione. Volvió a guardar silencio. Lue­go preguntó—: ¿Era viejo?

—No... —dijo Lavender sollozando—. ¡So... sólo era una cría!

Lily frunció el ceño, ¿Entonces porque temía que muriese?

Parvati le estrechó los hombros con más fuerza.

—Pero entonces, ¿por qué temías que muriera? —pre­guntó Hermione. Parvati la fulminó con la mirada—. Bueno, miradlo lógicamente —añadió Hermione hacia el resto del grupo—. Lo que quiero decir es que..., bueno, Binky ni si­quiera ha muerto hoy. Hoy es cuando Lavender ha recibido la noticia... —Lavender gimió—. Y no puede haberlo temido, porque la ha pillado completamente por sorpresa.

—¿Que? —dijo Hermione mirando a las personas de su alrededor—. ¿Iréis a decirme que no tengo razón?

—Claro que no, Hermione —dijo Ron con algo de burla en la voz—. Tu siempre tienes razón.

—No le hagas caso, Lavender —dijo Ron—. Las masco­tas de los demás no le importan en absoluto.

Hermione resopló.

La profesora McGonagall abrió en ese momento la puer­ta del aula, lo que tal vez fue una suerte. Hermione y Ron se lanzaban ya miradas asesinas, y al entrar en el aula se sen­taron uno a cada lado de Harry y no se dirigieron la palabra en toda la hora.

Harry no había pensado aún qué le iba a decir a la profe­sora McGonagall cuando sonara el timbre al final de la clase, pero fue ella la primera en sacar el tema de Hogsmeade.

—¡Un momento, por favor! —dijo en voz alta, cuando los alumnos empezaban a salir—. Dado que sois todos de Gryf­findor; como yo, deberíais entregarme vuestras autorizacio­nes antes de Halloween. Sin autorización no hay visita al pueblo, así que no se os olvide.

Neville levantó la mano.

—Perdone, profesora. Yo... creo que he perdido...

Augusta sonrió, satisfecha con haber previsto que algo así habría pasado de habérsela dejado a Neville.

—Tu abuela me la envió directamente, Longbottom —dijo la profesora McGonagall—. Pensó que era más segu­ro. Bueno, eso es todo, podéis salir.

Algunos rieron.

—Pregúntaselo ahora —susurró Ron a Harry

—Ah, pero... —fue a decir Hermione.

—Adelante, Harry —le incitó Ron con testarudez.

Harry aguardó a que saliera el resto de la clase y se acercó nervioso a la mesa de la profesora McGonagall.

—¿Sí, Potter?

Harry tomó aire.

—Profesora, mis tíos... olvidaron... firmarme la autori­zación —dijo.

La profesora McGonagall lo miró por encima de sus ga­fas cuadradas, pero no dijo nada.

—Y por eso... eh... ¿piensa que podría... esto... ir a Hogs­meade?

La profesora McGonagall bajó la vista y comenzó a re­volver los papeles de su escritorio.

—Me temo que no, Potter. Ya has oído lo que dije. Sin au­torización no hay visita al pueblo. Es la norma.

—Pero... mis tíos... ¿sabe?, son muggles. No entienden nada de... de las cosas de Hogwarts —explicó Harry, mien­tras Ron le hacía señas de ánimo—. Si usted me diera per­miso...

—Pero no te lo doy —dijo la profesora McGonagall po­niéndose en pie y guardando ordenadamente sus papeles en un cajón—. El impreso de autorización dice claramente que el padre o tutor debe dar permiso. —Se volvió para mirarlo, con una extraña expresión en el rostro. ¿Era de pena?—. Lo siento, Potter; pero es mi última palabra. Lo mejor será que te des prisa o llegarás tarde a la próxima clase.

Algunos tragaron saliva pero no dijeron nada.



No había nada que hacer. Ron llamó de todo a la profesora McGonagall y eso le pareció muy mal a Hermione. 

McGonagall lanzó una mirada severa a Ron, quien estaba completamente avergonzado de que la profesora se hubiese enterado de eso.

Hermione puso cara de «mejor así», lo cual consiguió enfadar a Ron aún más, y Harry tuvo que aguantar que todos sus compañeros de clase comentaran en voz alta y muy contentos lo que ha­rían al llegar a Hogsmeade.

—Por lo menos te queda el banquete. Ya sabes, el ban­quete de la noche de Halloween.

—Sí —aceptó Harry con tristeza—. Genial.

El banquete de Halloween era siempre bueno, pero sa­bría mucho mejor si acudía a él después de haber pasado el día en Hogsmeade con todos los demás. Nada de lo que le di­jeran le hacía resignarse. Dean Thomas, que era bueno con la pluma, se había ofrecido a falsificar la firma de tío Vernon, pero como Harry ya le había dicho a la profesora McGona­gall que no se la habían firmado, no era posible probar aque­llo. Ron sugirió no muy convencido la capa invisible, pero Hermione rechazó de plano la posibilidad recordándole a Ron lo que les había dicho Dumbledore sobre que los demen­tores podían ver a través de ellas.

Percy pronunció las palabras que probablemente le ayu­daron menos a resignarse:

—Arman mucho revuelo con Hogsmeade, pero te puedo asegurar que no es para tanto —le dijo muy serio—. Bueno, es verdad que la tienda de golosinas es bastante buena, pero la tienda de artículos de broma de Zonko es francamente peli­grosa. Y la Casa de los Gritos merece la visita, pero aparte de eso no te pierdes nada.


La mañana del día de Halloween, Harry se despertó al mis­mo tiempo que los demás y bajó a desayunar muy triste, pero tratando de disimularlo.

—Te traeremos un montón de golosinas de Honeydukes —le dijo Hermione, compadeciéndose de él.

—Sí, montones —dijo Ron. Por fin habían hecho las pa­ces él y Hermione.

—No os preocupéis por mí —dijo Harry con una voz que procuró que le saliera despreocupada—. Ya nos veremos en el banquete. Divertios.

Los acompañó hasta el vestíbulo, donde Filch, el conser­je, de pie en el lado interior de la puerta, señalaba los nom­bres en una lista, examinando detenida y recelosamente cada rostro y asegurándose de que nadie salía sin permiso.

—¿Te quedas aquí, Potter? —gritó Malfoy, que estaba en la cola, junto a Crabbe y a Goyle—. ¿No te atreves a cruzarte con los dementores?

Muchos miraron mal a Malfoy.

Harry no le hizo caso y volvió solo por las escaleras de mármol y los pasillos vacíos, y llegó a la torre de Gryffindor.

—¿Contraseña? —dijo la señora gorda despertándose sobresaltada.

—«Fortuna maior» —contestó Harry con desgana.

El retrato le dejó paso y entró en la sala común. Estaba repleta de chavales de primero y de segundo, todos hablan­do, y de unos cuantos alumnos mayores que obviamente ha­bían visitado Hogsmeade tantas veces que ya no les intere­saba.

—¡Harry! ¡Harry! ¡Hola, Harry! —Era Colin Creevey, un estudiante de segundo que sentía veneración por Harry y nunca perdía la oportunidad de hablar con él—. ¿No vas a Hogsmeade, Harry? ¿Por qué no? ¡Eh! —Colin miró a sus amigos con interés—, ¡si quieres puedes venir a sentarte con nosotros!

Algunos suspiraron, ya cansados de Colin aunque acababa de aparecer.

—No, gracias, Colin —dijo Harry, que no estaba de hu­mor para ponerse delante de gente deseosa de contemplarle la cicatriz de la frente—.Yo... he de ir a la biblioteca. Tengo trabajo.

Después de aquello no tenía más remedio que dar media vuelta y salir por el agujero del retrato.

—¿Con qué motivo me has despertado? —refunfuñó la señora gorda cuando pasó por allí.

Harry anduvo sin entusiasmo hacia la biblioteca, pero a mitad de camino cambió de idea; no le apetecía trabajar. Dio media vuelta y se topó de cara con Filch, que acababa de despedir al último de los visitantes de Hogsmeade.

—¿Qué haces? —le gruñó Filch, suspicaz.

—Nada —respondió Harry con franqueza.

—¿Nada? —le soltó Filch, con las mandíbulas temblan­do—. ¡No me digas! Husmeando por ahí tú solo. ¿Por qué no estás en Hogsmeade, comprando bombas fétidas, polvos para eructar y gusanos silbantes, como el resto de tus desagrada­bles amiguitos?

Harry se encogió de hombros.

—Bueno, regresa a la sala común de tu colegio —dijo Filch, que siguió mirándolo fijamente hasta que Harry se perdió de vista.

Pero Harry no regresó a la sala común; subió una escalera, pensando en que tal vez podía ir a la pajarera de las lechuzas, e iba por otro pasillo cuando dijo una voz que salía del interior de un aula:

—¿Harry? —Harry retrocedió para ver quién lo llamaba y se encontró al profesor Lupin, que lo miraba desde la puer­ta de su despacho—. ¿Qué haces? —le preguntó Lupin en un tono muy diferente al de Filch—. ¿Dónde están Ron y Her­mione?

—En Hogsmeade —respondió Harry; con voz que fingía no dar importancia a lo que decía.

—Ah —dijo Lupin. Observó a Harry un momento—. ¿Por qué no pasas? Acabo de recibir un grindylow para nues­tra próxima clase.

James sonrió, ya le estaba extrañando que Remus no hubiese intentado acercarse a Harry antes. Entendía que eran profesor y alumno, y que eso conllevaba guardar unas distancias, ¡Pero por favor, tenía mucha más relación con McGonagall que con Remus! Hablar un poco con Harry y contarle alguna que otra cosa no iba a hacerle daño.

—¿Un qué? —preguntó Harry.

Entró en el despacho siguiendo a Lupin. En un rincón había un enorme depósito de agua. Una criatura de un color verde asqueroso, con pequeños cuernos afilados, pegaba la cara contra el cristal, haciendo muecas y doblando sus dedos largos y delgados.

—Es un demonio de agua —dijo Lupin, observando el grindylow ensimismado—. No debería darnos muchas difi­cultades, sobre todo después de los kappas. El truco es des­hacerse de su tenaza. ¿Te das cuenta de la extraordinaria longitud de sus dedos? Fuertes, pero muy quebradizos.

El grindylow enseñó sus dientes verdes y se metió en una espesura de algas que había en un rincón.

—¿Una taza de té? —le preguntó Lupin, buscando la te­tera—. Iba a prepararlo.

—Bueno —dijo Harry, algo embarazado.

Lupin dio a la tetera un golpecito con la varita y por el pitorro salió un chorro de vapor.

—Siéntate —dijo Lupin, destapando una caja polvorien­ta—. Lo lamento, pero sólo tengo té en bolsitas. Aunque me imagino que estarás harto del té suelto.

—Te-suelto y te atrapo —dijo Sirius mientras reía como un estúpido.

—Oh, Sirius, por Merlín —dijo James bufando ante la enorme estupidez de su amigo al mismo tiempo que le daba una colleja.

Harry lo miró. A Lupin le brillaban los ojos.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Harry

—Me lo ha dicho la profesora McGonagall —explicó Lu­pin, pasándole a Harry una taza descascarillada—. No te preocupa, ¿verdad?

—No —respondió Harry

Pensó por un momento en contarle a Lupin lo del perro que había visto en la calle Magnolia, pero se contuvo. No quería que Lupin creyera que era un cobarde y menos desde que el profesor parecía suponer que no podía enfrentarse a un boggart.

Muchos entendían a que se había debido eso así que no dijeron nada.

Algo de los pensamientos de Harry debió de reflejarse en su cara, porque Lupin dijo:

—¿Estás preocupado por algo, Harry?

—No —mintió Harry. Sorbió un poco de té y vio que el grindylow lo amenazaba con el puño—. Sí —dijo de repente, dejando el té en el escritorio de Lupin—. ¿Recuerda el día que nos enfrentamos al boggart?

—Sí —respondió Lupin.

—¿Por qué no me dejó enfrentarme a él? —le preguntó.

Lupin alzó las cejas.

—Creí que estaba claro —dijo sorprendido.

Harry, que había imaginado que Lupin lo negaría, se quedó atónito.

—¿Por qué? —volvió a preguntar.

—Bueno —respondió Lupin frunciendo un poco el en­trecejo—, pensé que si el boggart se enfrentaba contigo adoptaría la forma de lord Voldemort.

Muchos se estremecieron.

Harry se le quedó mirando, impresionado. No sólo era aquélla la respuesta que menos esperaba, sino que además Lupin había pronunciado el nombre de Voldemort. La única persona a la que había oído pronunciar ese nombre (aparte de él mismo) era el profesor Dumbledore.

—Es evidente que estaba en un error —añadió Lupin, frunciendo el entrecejo—. Pero no creí que fuera buena idea que Voldemort se materializase en la sala de profesores. Pen­sé que se aterrorizarían.

Muchos asintieron, asustados solo con pensarlo.

—El primero en quien pensé fue Voldemort —dijo Harry con sinceridad—. Pero luego recordé a los dementores.

—Ya veo —dijo Lupin pensativamente—. Bien, bien..., estoy impresionado. —Sonrió ligeramente ante la cara de sorpresa que ponía Harry—. Eso sugiere que lo que más miedo te da es... el miedo. Muy sensato, Harry.

Muchos asintieron mirando a Harry impresionados. Tenerle miedo al propio miedo, eso era algo muy sabio.

Harry no supo qué contestar; de forma que dio otro sor­bo al té.

—¿Así que pensabas que no te creía capaz de enfrentar­te a un boggart? —dijo Lupin astutamente.

—Bueno..., sí —dijo Harry. Estaba mucho más conten­to—. Profesor Lupin, usted conoce a los dementores...

Le interrumpieron unos golpes en la puerta.

—Adelante —dijo Lupin.

Se abrió la puerta y entró Snape. Llevaba una copa de la que salía un poco de humo 

Algunos intuían de que se trataba aquella bebida.

y se detuvo al ver a Harry. Entor­nó sus ojos negros.

—¡Ah, Severus! —dijo Lupin sonriendo—. Muchas gra­cias. ¿Podrías dejarlo aquí, en el escritorio? —Snape posó la copa humeante. Sus ojos pasaban de Harry a Lupin—. Esta­ba enseñando a Harry mi grindylow —dijo Lupin con cordia­lidad, señalando el depósito.

—Fascinante —comentó Snape, sin mirar a la criatu­ra—. Deberías tomártelo ya, Lupin.

—Sí, sí, enseguida —dijo Lupin.

—He hecho un caldero entero. Si necesitas más...

—Seguramente mañana tomaré otro poco. Muchas gra­cias, Severus.

—De nada —respondió Snape. Pero había en sus ojos una expresión que a Harry no le gustó. Salió del despacho retrocediendo, sin sonreír y receloso.

Harry miró la copa con curiosidad. Lupin sonrió.

—El profesor Snape, muy amablemente, me ha prepara­do esta poción —dijo—. Nunca se me ha dado muy bien lo de preparar pociones y ésta es especialmente difícil. —Cogió la copa y la olió—. Es una pena que no admita azúcar —añadió, tomando un sorbito y torciendo la boca.

—¿Por qué...? —comenzó Harry.

Lupin lo miró y respondió a la pregunta que Harry no había acabado de formular:

—No me he encontrado muy bien —dijo—. Esta poción es lo único que me sana. Es una suerte tener de compañero al profesor Snape; no hay muchos magos capaces de prepa­rarla.

Snape no pudo evitar sentirse complacido con el comentario, cosa que llegó a molestarle.

El profesor Lupin bebió otro sorbo y Harry tuvo el im­pulso de quitarle la copa de las manos.

—El profesor Snape está muy interesado por las Artes Oscuras —barbotó.

—¿De verdad? —preguntó Lupin, sin mucho interés, be­biendo otro trago de la poción.

—Hay quien piensa... —Harry dudó, pero se atrevió a seguir hablando—, hay quien piensa que sería capaz de cualquier cosa para conseguir el puesto de profesor de De­fensa Contra las Artes Oscuras.

—¿Creías que iba a envenenarle? —preguntó Lily algo divertida y Harry asintió levemente.

Lupin vació la copa e hizo un gesto de desagrado.

—Asqueroso —dijo—. Bien, Harry. Tengo que seguir tra­bajando. Nos veremos en el banquete.

—De acuerdo —dijo Harry, dejando su taza de té. La copa, ya vacía, seguía echando humo.

—¿Y ya esta? —preguntó James frunciendo el ceño—. ¿No piensas decirle nada sobre nada?

Remus se encogió de hombros.


—Aquí tienes —dijo Ron—. Hemos traído todos los que pu­dimos.

Un chaparrón de caramelos de brillantes colores cayó sobre las piernas de Harry. Ya había anochecido, y Ron y Hermione acababan de hacer su aparición en la sala común, con la cara enrojecida por el frío viento y con pinta de habér­selo pasado mejor que en toda su vida.

—A saber lo que estuvisteis haciendo, pillines —dijo Ginny sonriendo con picardía.

Ambos enrojecieron, aun sabiendo que no había pasado nada extraño.

—Gracias —dijo Harry, cogiendo un paquete de peque­ños y negros diablillos de pimienta—. ¿Cómo es Hogsmeade? ¿Dónde habéis ido?

A juzgar por las apariencias, a todos los sitios. A Dervish y Banges, la tienda de artículos de brujería, a la tienda de ar­tículos de broma de Zonko, a Las Tres Escobas, para tomarse unas cervezas de mantequilla caliente con espuma, y a otros muchos sitios...

—¡La oficina de correos, Harry! ¡Unas doscientas lechu­zas, todas descansando en anaqueles, todas con claves de co­lores que indican la velocidad de cada una!

Los de primer y segundo año abrieron mucho los ojos, impresionados.

Honeydukes tiene un nuevo caramelo: daban mues­tras gratis. Aquí tienes un poco, mira.

—Nos ha parecido ver un ogro. En Las Tres Escobas hay todo tipo de gente...

—Ojalá te hubiéramos traído cerveza de mantequilla. Realmente te reconforta.

—¿Y tú que has hecho? —le preguntó Hermione—. ¿Has trabajado?

—No —respondió Harry—. Lupin me invitó a un té en su despacho. Y entró Snape...

Les contó lo de la copa. Ron se quedó con la boca abierta.

—¿Y Lupin se la bebió? —exclamó—. ¿Está loco?

—¿Tu también pensaste que quería envenenarle? —preguntó Lily divertida.

Hermione miró la hora.

—Será mejor que vayamos bajando El banquete empezará dentro de cinco minutos Pasaron por el retrato entre la multitud, todavía hablando de Snape.

—Pero si él..., ya sabéis... —Hermione bajó la voz, mi­rando a su alrededor con cautela—. Si intentara envenenar a Lupin, no lo haría delante de Harry.

Algunos rieron, teniendo la certeza de que, obviamente, Snape no había intentado envenenar a Lupin.

(NA: Bueno, en el libro pone demasiado "Lupin" y a veces, en vez de Remus, se me va y escribo Lupin, no es importante pero si os molesta os aguantáis ;) )

—Sí, quizá tengas razón —dijo Harry mientras llegaban al vestíbulo y lo cruzaban para entrar en el Gran Comedor. Lo habían decorado con cientos de calabazas con velas den­tro, una bandada de murciélagos vivos que revoloteaban y muchas serpentinas de color naranja brillante que caían del techo como culebras de río.

La comida fue deliciosa. Incluso Hermione y Ron, que estaban que reventaban de los dulces que habían comido en Honeydukes, repitieron. Harry no paraba de mirar a la mesa de los profesores. El profesor Lupin parecía alegre y más sano que nunca. Hablaba animadamente con el pequeñísi­mo profesor Flitwick, que impartía Encantamientos. Harry recorrió la mesa con la mirada hasta el lugar en que se sen­taba Snape. ¿Se lo estaba imaginando o Snape miraba a Lu­pin y parpadeaba más de lo normal?

—Este Snape —dijo Sirius negando con la cabeza—. Coqueteando con nuestro Remus...

El banquete terminó con una actuación de los fan­tasmas de Hogwarts. Saltaron de los muros y de las mesas para llevar a cabo un pequeño vuelo en formación. Nick Casi Decapitado, el fantasma de Gryffindor; cosechó un gran éxi­to con una representación de su propia desastrosa decapi­tación.

Fue una noche tan estupenda que Malfoy no pudo en­turbiar el buen humor de Harry al gritarle por entre la mul­titud, cuando salían del Gran Comedor:

—¡Los dementores te envían recuerdos, Potter!

Muchos volvieron a mirar mal a Malfoy.

Harry, Ron y Hermione siguieron al resto de los de su casa por el camino de la torre de Gryffindor, pero cuando lle­garon al corredor al final del cual estaba el retrato de la se­ñora gorda, lo encontraron atestado de alumnos.

—¿Que pasa? —preguntó Tonks extrañada.

—¿Por qué no entran? —preguntó Ron intrigado.

Harry miró delante de él, por encima de las cabezas. El retrato estaba cerrado.

Todos relacionaron ese hecho con el titulo del capitulo y rápidamente entendieron lo que pasaba.

—Dejadme pasar; por favor —dijo la voz de Percy. Se es­forzaba por abrirse paso a través de la multitud, dándose importancia—. ¿Qué es lo que ocurre? No es posible que na­die se acuerde de la contraseña. Dejadme pasar, soy el Pre­mio Anual.

La multitud guardó silencio entonces, empezando por los de delante. Fue como si un aire frío se extendiera por el corredor. Oyeron que Percy decía con una voz repentinamen­te aguda:

—Que alguien vaya a buscar al profesor Dumbledore, rápido.

Las cabezas se volvieron. Los de atrás se ponían de pun­tillas.

—¿Qué sucede? —preguntó Ginny, que acababa de llegar. Al cabo de un instante hizo su aparición el profesor Dum­bledore, dirigiéndose velozmente hacia el retrato. Los alum­nos de Gryffindor se apretujaban para dejarle paso, y Harry; Ron y Hermione se acercaron un poco para ver qué sucedía.

—¡Anda, mi madr...! —exclamó Hermione, cogiéndose al brazo de Harry.

Ron no pudo evitar soltar un disimulado bufido, algo celoso de que se hubiese agarrado a Harry y no a el. Hermione, por supuesto, se dio cuenta de eso y no pudo evitar sonreír, entre complacida por la reacción del pelirrojo y divertida por la tontería.

La señora gorda había desaparecido del retrato, que ha­bía sido rajado tan ferozmente que algunas tiras del lienzo habían caído al suelo. Faltaban varios trozos grandes.

—Es que eres un genio —le dijo disimuladamente Remus a Sirius mientras negaba con la cabeza, algo divertido por la situación.

Dumbledore dirigió una rápida mirada al retrato es­tropeado y se volvió. Con ojos entristecidos vio a los profe­sores McGonagall, Lupin y Snape, que se acercaban a toda prisa.

—Hay que encontrarla —dijo Dumbledore—. Por favor; profesora McGonagall, dígale enseguida al señor Filch que busque a la señora gorda por todos los cuadros del castillo.

—¡Apañados vais! —dijo una voz socarrona.

Era Peeves, que revoloteaba por encima de la multitud y estaba encantado, como cada vez que veía a los demás preo­cupados por algún problema.

—¿Qué quieres decir, Peeves? —le preguntó Dumbledo­re tranquilamente. La sonrisa de Peeves desapareció. No se atrevía a burlarse de Dumbledore. Adoptó una voz empala­gosa que no era mejor que su risa.

—Le da vergüenza, señor director. No quiere que la vean. Es un desastre de mujer. La vi correr por el paisaje, ha­cia el cuarto piso, señor; esquivando los árboles y gritando algo terrible —dijo con alegría—. Pobrecita —añadió sin con­vicción.

—¿Dijo quién lo ha hecho? —preguntó Dumbledore en voz baja.

Casi todos se esperaban la respuesta.

—Sí, señor director —dijo Peeves, con pinta de estar me­ciendo una bomba en sus brazos—. Se enfadó con ella por­que no le permitió entrar, ¿sabe? —Peeves dio una vuelta de campana y dirigió a Dumbledore una sonrisa por entre sus propias piernas—. Ese Sirius Black tiene un genio insopor­table.

—Y que lo digas —dijo Tonks intentando calmar el serio ambiente que había quedado entre Remus, Sirius, Lily y James, pero no funcionó.

—¿Porque has intentado entrar a la sala común de Gryffindor, Sirius? —preguntó James extrañado, no quería dudar de su amigo pero, definitivamente, esto era muy extraño así que, como mínimo, quería una explicación.

Sirius sonrió tristemente, pensando que a este paso James dudaría de el. Y no quería que eso pasara. Y le dolería si pasaba. Y precisamente por eso no dijo nada, porque pensaba que se merecía algo así por parte de su amigo. Porque Sirius consideraba que James y Lily habían muerto por su culpa.

—Bueno, ¿Quien lee ahora? —preguntó Augusta.

—Yo lo haré —dijo Ginny caminando hasta ella y cogiendo el libro. Comenzó a leer—: La derrota.

Esperar, ¡Tenemos que comer! —dijo McGonagall de pronto, y todos se dieron cuenta de que, ciertamente, estaban muertos de hambre. Habían estado demasiado metidos en la historia.

(NA: Ok, no es una excusa genial, pero es pasable, ¿No? No se como se me había olvidado que comieran).